Fue como si los viejos dioses se hubieran despertado de su letargo y hubieran querido enviar una señal a su tozuda criatura humana. Y es que en las horas previas a la detonación de la primera bomba atómica en Nuevo México, el 16 de julio de 1945, todo comenzó a torcerse. De repente, en vísperas del llamado "test de Trinity", la llanura en la se habían agazapado los científicos se vio envuelta en una tormenta de viento y lluvia. Una espesa bruma de polvo y vapor oscureció los alrededores de la torre de la que pendía la primera bomba, y hasta el foco que iluminaba el artefacto cayó al suelo en medio de un gran estruendo.
Si Robert Oppenheimer hubiera nacido en la antigua Roma, no hubiera dudado ni un segundo en suspender su experimento. Todo parecía malos augurios. Sin embargo, siguiendo el meticuloso plan trazado por los directivos del proyecto Manhattan, la bomba se detonó y un hongo nuclear nunca visto a punto estuvo de dejarlos ciegos a todos. Willian L. Lawrence, el corresponsal de The New York Times que presidio el evento, arrugo sobre su estómago impresionado por la potencia de la explosión y no pudo pensar en otra cosa que en la orden con la que Dios dio inicio a la creación: "!Hágase la luz¡". Detrás Oppenheimer, turbado por lo que su propia criatura acababa de mostrarles, recordó una frase que acababa de leer en Bhagavad Gita: "Me he convertido en muerte, en el aniquilador de mundos". Uno y otro, sin haberse puesto de acuerdo, fueron conscientes de haber presenciado algo parecido al fuego destructor de los viejos dioses. De haber sido acariciados por una potencia devastadora que nadie había visto desde la época de los vedas o de la destrucción de Sodoma y Gomorra.
Así pues, la pregunta sería ¿fue una explosión atómica lo que destruyó la ciudades de Sodoma y Gomorra? Y en caso de serlo, ¿quién fue capaz en aquella época de una proeza semejante? ¿Quién o qué, por tanto, se escondió hace unos cuatro milenios tras la figura del Yahvé bíblico.
En los años setenta del siglo pasado controvertidos ensayistas como Erich von Däniken, Robert Charroux o Jack Bergier se formularon ya esa pregunta. El último de ellos llevó sus afirmaciones más lejos que nadie, y dijo que la razón última por la que alquimistas de todos los tiempos han escondidos sus experimentos tras una fraseología oscura y llena de símbolos ambiguos, fue porque querían esconder el secreto de la energía atómica de manos indeseables.
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